El ataúd de la bailarina
- Salvador Carrillo
- 24 mar
- 4 Min. de lectura
por Salvador Carrillo
El cielo tenía un matiz sangriento y el corazón de Esteban lloraba lágrimas hechas de niebla y ayeres insatisfechos porque Claudia había muerto, y sobre la muerte no hay solución. Muerte de millones de muertes, destino definitivo al vacío que incluso en vida despoja a los días de significado y sentido.
Claudia había bailado en grandes escenarios. Pero si el alma de Esteban se encontraba en luto, no era por las admirables danzas de Claudia ante el público, sino por sus coreografías secretas: el cuerpo tiene un lenguaje del espíritu que trasciende la mente. Sentado en la terraza que daba a la calle del restaurante Haití, en el distrito de Miraflores, mirando hacia arriba, comenzó a recordar.
Esteban había conocido a Claudia muchos años atrás. En ese entonces, él estaba interesado en el yoga y la terapia somática. Un amigo suyo, Ramón, de intereses afines, a quien conoció en una clase de meditación, le habló sobre Claudia. La llamó una gran maestra del cuerpo y el movimiento. Le dijo que habría una reunión en una casa de Magdalena.
El sitio era amplio y antiguo. La fachada estaba algo sucia. Además de Ramón, había un grupo mixto de unas ocho personas. Todos se sentaron en la sala. Eran las seis de la tarde. Descalza y vestida con mallas negras de bailarina, entró, altiva y seria, Claudia.
Esa noche cambió mi vida. Ella comenzó a hablar. Nos dijo que hay emociones e intenciones que residen en el cuerpo, no en la mente. El verdadero autoconocimiento proviene de la carne. La mente no puede pensar más allá de sus propios límites. Nos dijo que vivimos huyendo de nuestros sentimientos y que el diálogo mental constante no es otra cosa que evasión. Nos explicó que el cuerpo siempre está en el momento presente. Nos dijo varias cosas más, y luego se puso a danzar. Nos demostró movimientos ancestrales que permiten conectar con la corporeidad. Posiciones que nos sincronizan con el ritmo del sistema nervioso. Entonces, ella entró en éxtasis y comenzó a reír y llorar de felicidad.
Esa fue la primera noche que acudí a esa casa. A partir de ese momento, asistí tres veces por semana durante quince años.
***
Sentado en el Haití recordó el velorio. Acudieron muchas personas. Se llevó a cabo en la iglesia Virgen de Fátima, frente al malecón de Miraflores. Había numerosos admiradores, algunos incluso vinieron del extranjero. Y, en un grupo más reducido, estaban sus discípulos, aquellos que habían aprendido de sus enseñanzas ocultas.
Me paré frente al ataúd y la miré. Se le veía tan en paz. Era el rostro de alguien que en vida había conocido su propio espíritu. Ella nos había mostrado el sendero de la verdadera libertad. Entonces, se me acercó Ramón, quien me había llevado al grupo. Me dijo que Claudia era irremplazable. Nos había enseñado el lenguaje del cuerpo. Me comentó que varios se reunirían en su honor después de que cerrara el velatorio. Acepté.
Llegada la hora, subimos a un Mercedes que era propiedad de uno del grupo. Todos íbamos de luto. El automóvil se dirigió hacia la casa de Magdalena. Ella nos la había heredado.
Entramos y nos ubicamos en el lugar donde impartía sus enseñanzas. Nos sentamos en el suelo en posición de meditación. A manera de homenaje, entraríamos en contacto con nuestro ser, tal como ella nos había instruido.
A las seis de la tarde el grupo comenzó a practicar lo que había aprendido de la maestra Claudia. No hacía ni frío ni calor, pero un viento silbante envolvía el inmueble, casi como si este quisiera también ser partícipe de aquel evento que entrelazaba las emociones, el cuerpo y el fluir de la energía existencial.
Todos se tomaban en serio lo que hacían porque conocían los resultados.
Todos siguieron los mismos pasos.
Esteban cerró los ojos y relajó su respiración. Se preguntó en qué parte de su cuerpo sentía mayor acumulación de emociones. Entonces, solo se permitió experimentarlo. Evitar era matar, y dejar ser era vivir. Así que dejó fluir la emoción. Había melancolía e ira. No las juzgó como buenas o malas. En su mente surgían ideas contradictorias, pero él se permitió conectar con su interior. A más cuerpo, menos mente. Y la mente enmudeció.
Tras unos minutos de permitirse sentir, se dio cuenta de que tenía miedo de no poder avanzar sin la maestra. A continuación de ese descubrimiento, comprendió la importancia de confiar en su propio aprendizaje. Entonces, apareció una sensación de seguridad en la boca de su estómago.
Ya habían transcurrido casi veinte minutos cuando el discípulo de mayor estatus y conocimiento sugirió que intentaran, en conjunto, percibirla. Y todos aceptaron.
Visualicé a la maestra Claudia. Busqué con todas mis fuerzas sentirla. Poco a poco, la sensación de su presencia se tornó más real. Lamenté su fallecimiento y le agradecí todas sus enseñanzas. Entonces, en mi mente, ella me dijo que solo recordara vivir acorde a sus principios, que ella estaría allí, acompañando a todos quienes las aplicaran. Verla me hizo sentir consuelo y refugio, como un niño en los brazos de su madre. Y danzó una coreografía que hizo que mi alma sintiera júbilo y conexión con lo Eterno.
***
El mesero entregó a Esteban su café. Él, antes de tomar el primer sorbo, salió de sus pensamientos y se detuvo a observar a la gente pasar.
Poco importa si entré de verdad en contacto con Claudia el día de su velatorio. De eso, la ciencia aún tiene poco que decir. Pero la experiencia vivida fue real. ¿Qué significó para mí? Eso es lo que me interesa. Significó que la fuerza de su espíritu me acompaña e inspira a seguir mi camino hacia el autoconocimiento.
Tras beber el primer sorbo de café, Esteban se concentró en experimentar el sabor. Luego, allí, relajado y con los ojos abiertos, en medio del Haití, sintió las emociones en su cuerpo, y su mente se aquietó. Sensaciones agradables y desagradables se entremezclaban. Y por un breve instante, se sintió uno con todo, en donde no existía separación entre el exterior y el interior. Luego, siguió bebiendo su café.
En un mes iría a dejarle flores a la tumba de la bailarina.
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