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Conversación con el maestro

por Salvador Carrillo

Por momentos se escuchaba un par de grillos y el débil movimiento de las ramas provocado por tenues vientos. Lo demás era silencio. El monje Miguel, vestido con túnica negra, estaba acostumbrado. Llevaba viviendo tres años en el monasterio y se había adaptado por completo; señal de que su vocación de retiro era genuina. Se persignó con la mano derecha al entrar al comedor, mientras con la izquierda sostenía el tazón con panes.

Se sentía entusiasmado. Desde que ingresó al monasterio buscaba siempre la contemplación para sentirse uno con Dios, pero sabía que la experiencia no lo era todo. Ciertos conceptos y orientación ayudaban a alcanzar estados más profundos. Y ahora era su oportunidad. El viejo monje Simón, miembro de otra comunidad religiosa, había ido de visita y le pidió que le concediera unos momentos de diálogo.

El joven y el anciano se encontraron frente a frente. Esta fue su conversación.

SIMÓN: Este pan. ¿Ustedes lo hacen, verdad? Delicioso.

MIGUEL: Sí, nuestros hornos son viejos, pero buenos y resistentes.

SIMÓN: Tiene buen olor. Un buen pan siempre lo tiene. Dígame, joven, ¿qué desea hablar conmigo?

MIGUEL: Usted es conocido por su sabiduría y su silencio. Deseaba aprender de usted.

Simón guardó silencio. Parecía haber entrado en oración. A lo lejos se escuchó el canto de un ave pequeña.

SIMÓN: Aprender de mí…

MIGUEL: Aprender. Deseo profundizar en el silencio.

SIMÓN: Tal vez podría decirte mi mayor dificultad a través de los años, la verdadera batalla para adentrarse en el silencio.

MIGUEL: Sí, eso le pido.

El anciano respiró hondo y se quedó callado. Pasó casi un minuto. Se acomodó la túnica negra, igual que la de Miguel.

SIMÓN: Habrás escuchado sobre la muerte del ego.

MIGUEL: He oído esa frase.

SIMÓN: Se dice que uno ora a Dios y no responde. Pero Dios sí contesta, con su silencio. Sin embargo, le tememos. Le tememos al vacío. La soledad de la nada se siente como muerte en vida.

MIGUEL: Cuando entro en el estado que usted menciona, hermano, siento temor. Y entonces aparecen mis debilidades. La tentación de la carne y la ociosidad emergen.

SIMÓN: Es el ego defendiéndose. El silencio es la muerte en vida. Ese es el verdadero encuentro con Dios.

MIGUEL: Mi mayor temor es la fragilidad de ese estado. Al fin y al cabo, la cotidianidad…

SIMÓN: A mayor silencio, más Dios estará en tu día a día. En lo pequeño, en lo común, incluso en lo complicado.

Miguel se quedó callado. Entrelazó las manos y las acercó al pan.

SIMÓN: Pareces decepcionado.

MIGUEL: De mí mismo, hermano. Quiero llegar a Dios por el intelecto.

SIMÓN: La primera creación fue la palabra. ¿Pero de dónde surge sino de Dios? Ir más allá del lenguaje nos acerca a Él.

MIGUEL: Wittgenstein.

SIMÓN: Veo que mi joven hermano está versado en filosofía.

MIGUEL: Sí.

SIMÓN: Hay cosas de las que no se puede hablar. Ir más allá del lenguaje...

MIGUEL: Más allá de las palabras hay silencio, y el silencio trae atención al momento presente.

El monje Simón, a pesar de su edad, era fuerte. Se levantó con rapidez y caminó hacia la puerta.

SIMÓN: Venga, hermano. Sígame.

Miguel, sorprendido, lo siguió afuera. Caminaron entre los árboles del jardín.

SIMÓN: Mire allí, ese árbol.

MIGUEL: Sí, hermano.

SIMÓN: ¿Qué relación hay entre Dios y la contemplación de la naturaleza?

MIGUEL: Al observarla, vemos cómo la existencia se despliega más allá de nuestro control. Es allí donde advertimos la presencia de Dios moviendo el mundo.

SIMÓN: ¿No es el ser humano parte de la naturaleza?

MIGUEL: Lo es.

SIMÓN: En el silencio descubres que al morir para ti mismo experimentas a Dios expresándose desde tu propia esencia.

Miguel fijó la mirada en el árbol. Simón tampoco habló durante un par de minutos.

SIMÓN: Hermano Miguel, es momento de orar.

MIGUEL: Sí, hermano.

Un ligero viento agitó la copa del árbol. Los dos monjes, vestidos con túnicas negras, elevaron su plegaria para entrar en contacto con sus propias almas y así acercarse al Creador. Un ave oscura cruzó el cielo azul sin nubes.


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